Empezaba el día. El cielo despejado. La sonrisa en los labios. La nostalgia en el corazón y el amor en cada fibra de su ser. Eran ya quince días de ver el amanecer, mal dormido y enamorado. La frase: «No sé que hora, ni que día es.» Nunca había tenido tanto sentido. Los ojos apenas y podían enfocar a la distancia la soleada y fría montaña.
La vida ya tenía otro sentido y el amor no podía ser más puro. El miedo ya no existía, todo estaba dicho y todo estaba en su lugar. El viento marcaba otro rumbo y el mapa a crayolas aún le faltaba un pedazo.
Tomó el mapa, lo guardó en su corazón. Secó las lágrimas de sus ojos, con la certeza absoluta de no poder estar más pleno y la paz de haberlo dicho todo. El rumbo había sido fijado y no quedaba más que dejar al tiempo contar la historia.